martes, julio 31, 2007

Editorial

Vivimos un tiempo extraño. Al menos desde el punto de vista intelectual, para mi lo es. Un tiempo en el cual el pensamiento y su necesaria compañera, la reflexión parecen relegados a un segundo termino por las urgencias de la comunicación, por el obligado carácter utilitario y efímero de la misma. Y lo que más me asombra es la tranquilidad con que la mayoría de los escritores cae en esa red, que es una trampa mortal. Tener tiempo para volver atrás, para repasar con serenidad lo dicho o pensado, no parece inquietar a la mayoría de quienes hoy se dedican al ejercicio de la inteligencia o de la creación. Ello, naturalmente, debilita el pensamiento, y hace vulnerables los lenguajes. A la vista esta, si tenemos en cuenta el desprestigio de las ideas y la tenaz invasión de una cultura que se dice, con orgullo suicida, global. Pero también, y sobre todo, cierra las puertas a la memoria; clausura el pasado histórico o lo confina a sus más estrechos límites. Solo le sacude el polvo, de efemérides en efemérides, para aprovechar su rentabilidad política en celebraciones, homenajes, recordatorios....

No deja de ser paradójico que, a situaciones históricas muy similares, se responda, desde la creación artística o literaria, de forma tan dispar. El creador que, cien anos atrás, instaura la modernidad, se divorcia voluntariamente del principio productivo que la civilización industrial burguesa monopolizo en nombre del progreso y del bienestar material entendidos como dadores de felicidad. Artistas y escritores, al margen. Pero es falsa la idea de una torre de marfil, como ya se sabe; falso, su presunto aristocratisismo. Su distancia, una forma de no transigir con una estética que quería identificarse con la producción, y en la que no actuaba - de forma prioritaria- el imperativo de Belleza y Verdad. Su integración en la comunidad social solo era posible negociando las condiciones, doblegándose a producir obras que no violentaran demasiado la sacrosanta seguridad de los significados, la total integridad de los referentes; ello es, traicionando el principio moral que debe mover cualquier aventura creadora, haciendo dejación - en fin- de su personalidad individual. Es Baudelaire, por los laberintos urbanos de un Paris nocturno y despreciado; es Darío , arrastrado por la vorágine de la bohemia y atado a "las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores"; es Rimbaud, en su renuncia definitiva, incluso a si mismo: una marginalidad extrema...Pero no fueron actitudes; no fueron poses teatrales; fueron acciones sobre la existencia (es decir, opciones morales) que por ello repercutieron como repercutieron en las formas con que habrían de ser expresadas (ello es, opciones estéticas). Y así condujeron sus voces hasta esas últimas estribaciones donde hallaron las más deslumbrantes revelaciones. Su perplejidad, umbral para quienes, con el mismo doloroso entusiasmo, dieron el paso siguiente y, con el, cumplida cuenta de tal herencia.

Trascripción de un texto de "El discurso del cinismo" de Jorge Rodríguez Padron del que compartimos todos sus conceptos.

No hay comentarios.: